Creo que vuestra merced se verá complacido con la siguiente anécdota, de la cual me vi víctima hace varios años, y que me enseñó a dejar las cosas de adultos a los adultos.
Traía yo tan solo seis años a mi espalda, cuando un día, estando de comida en casa de mis abuelos, me fijé en la lata que mi padre sostenía en su mano, la cual decía "San Miguel", con un intenso color rojo, e impreso un señor, a mi parecer un poco repeinado, que lucía muy contento y simpático. Cuando le pregunté a mi padre sobre qué era eso que estaba bebiendo, me contestó: "Cerveza. Ya la probarás cuando seas mayor". Y entonces, y como es obvio, le dije que por qué no me la daba a probar ahora. Él me respondió: "Tiene una cosa sólo para los grandes, hijo".
Por supuesto, yo y mi cabezonería no nos íbamos a quedar con la intriga y, cuando terminó la comida y comenzó la hora de la siesta, desaparecí del comedor y me encaminé a la cocina. Me cercioré de que no había moros en la costa (y con "moros" me refiero a mi madre, abuela y tíos, y con "costa" me refiero a cocina), cogí de la puerta del frigorífico con las dos manos la bebida. La abrí a duras penas -teniendo en cuenta mi edad, fue un milagro haberlo hecho- y me la llevé a la boca. Y menuda la gracia que me hizo aquel sabor acerbo y horrible como ninguno que hubiera probado, provocándome la madre de las arcadas.
Un solo trago que le di al brebaje maldito, y la comida entera se me vino al gaznate. Y afuera todo. No tardó en venir mi abuela al estrépito del vómito sobre las baldosas, y detrás mi madre, a la cual se le cambió el gesto al momento.
La reprimenda no la he olvidado hasta la fecha, pese a ser ya un hombre hecho y derecho. Y aún hoy le tengo una pizca de no-se-qué a la bebida, pese a disfrutar, ahora sí, de su sabor, debido a aquel recuerdo. De hecho, esa misma tarde hice otra de las mías, pero eso es ya trigo de otro costal.
CARMEN CARRERAS 3º B
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