En aquella época lo pasé muy mal, aunque podría haber sido peor, porque de haber sido descubierto mi secreto, no descarto que me hubieran metido en prisión de por vida. La primera vez que ocurrió fue en casa de mi vecina Sonia. Ella me invitó a café con bizcocho y su madre me agobiaba a preguntas que yo ni quería ni podía responder. Mis cuerdas vocales se secaron y no conseguí articular ni una palabra. Aquella mujer se enojaba cada vez más, enrojeció de pies a cabeza y acabó de bruces en la alfombra. En su entierro, sin embrago, yo no podía dejar de hablar hasta que apareció Maruja, la vecina del quinto, pidiéndome todo tipo de detalles sobre el suceso. Quise contarle todo, lo juro, pero mis labios se sellaron en un rictus de incomprensión. Maruja empezó a respirar con dificultad y hoy ya es difícil que respire después de tanto tiempo bajo tierra. No he vuelto a hablar del asunto, mejor dicho: ¡no he vuelto a hablar! He preferido pasar por un hombre antipático, pero no quiero iniciar conversaciones con nadie ya que soy incapaz de conversar. Lástima que me diera cuenta tan tarde, después de enterrar a todas mis vecinas. Y es que yo… sí yo… las mataba callando.
LiteRosa
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