miércoles, 13 de junio de 2012

MORIR DE LIBROS, XIII



Las modernas ediciones de
bolsillo solían crecer cerca del baño, pues requerían de un grado de humedad
relativa mucho mayor al resto.
Los clásicos del siglo de oro,
con tapas gruesas
y hojas acartonadas, gustaban de los cajones más recónditos, sobre todo las
obras de Luis de Góngora, Lope de Vega y Calderón de la Barca. Los románticos
elegían la parte inferior del lavabo, donde podían recibir las vibraciones
misteriosas de las gotas de agua. Los ilustrados me causaban grandes problemas,
pues se alojaban bajo las patas de cualquier mueble, como si ya intuyeses para
qué iban a ser utilizados.

-o-o-o-o-



Para la mayoría de las personas,
la palabra sueño equivale a una ilusión que, de un modo u otro, es posible.
Solo los niños conciben los sueños como la mezcla de lo posible y lo imposible.
Durante la infancia soñamos con volar. Después solo soñamos con tener un
trabajo mejor, una casa en la plaza o un perro lanudo.
Las adolescentes
sueñan
con príncipes azules
que les hagan el amor apasionadamente
y que al mismo
tiempo sean padres de sus hijos.
Luego se conforman con un marido que no ronque
mucho cuando duerme y que no ponga el earball
a todo volumen en la televisión. Guardan entonces sus fantasías sexuales
para desconocidos que avistan en el metro o para un compañero que las ama
ocasionalmente los viernes a la salida del trabajo, en un hotel discreto de las
afueras. Es la crónica de lo posible. La literatura no se conforma con eso.
Quiere explorar todas las rendijas de lo real.
Y cuanto más improbables sean,
más le satisfacen.

selección de Rebeca Moreno



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