jueves, 11 de octubre de 2012

LLOVIENDO PALABRAS I


     Anoche mis vecinos discutieron; casi siempre están enfadados, se pasan el día dando golpes y pegando gritos. Nadie sabe nada de ellos, son nuevos, viven al final de la calle en una casa algo antigua y bastante destartalada. Vivo en una urbanización donde somos muchos los vecinos que estamos intrigados por esa casa fúnebre de la esquina y sus respectivos inquilinos. Cuando llego del instituto siempre observo su puerta, sus listones de madera corroída, su jardín… Desde mi ventana, mientras escucho rock. Hace tiempo, vivía una chica que hacía atletismo, pero un día sufrió un gran golpe en la espalda que la dejó en silla de ruedas, terminando con su carrera. Fue hace muchos años, más de ochenta, cuando mi abuela era pequeña.
 
     Tengo mucho interés por esa casa y sus nuevos habitantes, por lo que salgo de mi casa en esta noche tan mágica. Hace mucho frío, exactamente dos grados bajo cero. Recorro la calle silenciosa e impetuosamente. Estoy frente la puerta de la vivienda. Tengo que darme prisa o si no mis padres notarán la falta de mi presencia y se preocuparán. Desde dentro del viejo hogar se escuchan algunas risas huecas que me ponen la piel de gallina. Tengo que abrir la puerta, me pica la curiosidad de descubrir quienes son mis vecinos, aun que prefiero dar dos golpes secos en la madera de pino. Nadie me abre, y decidida empujo la puerta. Asomo la cabeza por un pequeño espacio entre puerta y pared. Al final del pasillo, noto una blancura espesa, algo parecido a humo. Camino por el pasillo sin ningún tipo de iluminación. ¿Dónde están mis vecinos? Un sudor frío me recorre la espalda y mis manos no paran de moverse descontroladas. Siento un sabor agrio en mi lengua y mis ojos están inundados por el pánico. ¿Por qué debería tener miedo? ¿Será por el frío? ¿Será por lo lúgubre que parece la casa? En cualquier caso, busco desesperada una señal de vida. Subo a la segunda planta y me instalo en una pequeña sala llena de libros de numerosos escritores. Noto un empujón en mi espalda, un leve y gélido empujón que me sobrecoge e inmediatamente hace que me de la vuelta, pero ahí no hay nada.
 
     Estoy paralizada. “Venga muévete, hazlo, sal de este infierno”. Mis piernas reaccionan, pero se mueven lentas y pesadas. Mi corazón se acelera, la saliva se me hace un nudo en la garganta. Mis ojos han apreciado algo desconocido para mí, acaban de localizar a mis vecinos, los vecinos desconocidos de los cual nadie sabía nada, dos niños rubios asesinados por su padre en esa casa hace más de cuatro años. 
Esther González Bravo

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