miércoles, 23 de abril de 2014

QUIJOTIZANDO EL SIGLO, IV


Habiendo caminado sin descanso apenas durante las siguientes horas, investigando aquel lugar inhóspito y extraño al que la gente de a pie llamaba "ciudad" por aquellos lares, nuestros aventureros fueron a parar al más extraño de los lugares que habían contemplado jamás, llegando a pensar que habían alcanzado las puertas del mismo infierno. Aunque quizá distaba mucho de la idea que ellos pudieran tener de este.
Don Quijote abrió los ojos más si podía y levantó la visera del yelmo para contemplar mejor lo que se presentaba ante él: un cubículo de paredes transparentes, o, en su defecto, de un color grisáceo metalizado, al que las personas entraban para después colocarse alrededor de unas largas mesas con extraños instrumentos sobre ellas. Además, sobre la gran puerta de cristal se encontraba un símbolo que, a ojos del hidalgo, era el escudo más poco conseguido que había visto: una manzana de color blanco con un mordisco lateral.
-Mi señor, creo que hemos llegado a una de esas "tiendas" -intervino Sancho, tan sorprendido como el hidalgo.
-Así las pueden llamar, mas no veo por ninguna parte las frutas que su cartel anuncia y se supone que venden -añadió él, con el ceño fruncido.
El caballero espoleó a Rocinante y entraron con paso lento y dudoso por la gran puerta, escrutándolo todo con la mirada. De inmediato,todos los ojos de las ociosas personas se desplazaron con la parsimonia de alguien incrédulo hasta ellos, pero ni se inmutaron. Don Quijote pudo avistar entonces los objetos que se disponían delante de cada una de las personas que llenaban la tienda: unas cajitas aplanadas que, supusieron nuestros protagonistas, no servían para guardar nada, sobre las que brillaban luces de muy variados colores.
-Perdonen... -Un hombre de atuendo poco colorido, bastante parecido al tono de las paredes, se acercó a ellos con cautela -, pero no pueden entrar animales a la tiend...
-¿Qué son esas cosas que brillan sin fuego? ¿Qué clase de magia las domina?
El dependiente no dijo nada; aún no daba crédito a lo que allí estaba pasando. Mientras tanto, Sancho se había atrevido a tocar uno de los aparatos. Su compañero le ordenó retirar la mano de inmediato.
-¡Controla tu osadía, Sancho, pues caro te puede salir el fisgoneo! ¡Quién sabe la maldición que sobre eso ha caído para poder emitir luces y sonidos!
-Señor -volvió a hablar el empleado-, eso no es ningún artefacto del averno, es nuestro nuevo Iphone 4s...
-¡"Aifón"! -gritó don Quijote, haciendo que varias de las personas que había allí se fueran con paso acelerado-. ¡Así se llama el enemigo de las personas, el fruto de Barrabás, arrebatador de las ánimas, ladrón del raciocinio, que absorbe al hombre y lo deja inmóvil y a su merced!
A sus ojos, así lo parecía: la marca de la manzana estaba impresa en cada uno de los artilugios como si de un sello maligno se tratase, y las personas que los usaban quedaban embelesadas y apenas parpadeaban.
-¡¡Hay que acabar con  esta amenaza!! ¡Vamos, compañero!
Ante el murmullo escandalizado de los clientes, asomó el jefe y el guardia de seguridad de la tienda de Apple. Pero para entonces, el hidalgo ya había arremetido a lanzada limpia a las mesas.
Y astillas de madera y cristales rotos volaron y cayeron al suelo con estrépito. En poco tiempo no quedó apenas gente en la tienda. Acto seguido, el guardia de seguridad sacó una cosa negra que le cabía perfectamente en la mano y que conectaba con una suerte de cuerda a su pantalón, y le susurró unas palabras con aire amenazante.
Y ya no puedo relatar más de esta aventura, pues no hallé ni una palabra, además de lo anterior, en estos los escritos que encontré y me fueron traducidos.
 
CARMEN CARRERAS, 3ºB

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