martes, 16 de febrero de 2010

BREVENTOS XVII



Estatua de hierro, sangre y corazón
Estaba cansado y muerto de frío. Llevaba siete horas seguidas trabajando y mi cuerpo ya no podía continuar. La pintura resecaba mi piel, haciendo que tuviera el cuerpo más rígido y me costara más moverme. Si ya de por sí el trabajo en la calle era muy duro, mi oficio lo era mucho más.
La gente solía confundirme con una estatua, las palomas se posaban encima de mí e incluso hacían sus necesidades sobre mí. Los niños (y otros no tan niños) se burlaban y solían venir a molestarme mientras sus padres les reían las gracias y no les controlaban. Empezaban a tocarme o incluso a tirarme cosas, aprovechándose de que yo estaba quieto y no debía moverme.
Afortunadamente, no todo el mundo era así. También había gente a la que les gustaba lo que hacía, aunque sólo valoraban mi esfuerzo con monedillas de veinte o cincuenta céntimos.
Mi humilde sueldo sólo llegaba a pagar una barra de pan diaria, que era lo único que me mantenía con vida. Mi hogar eran unos pocos cartones colocados en un callejón sucio y maloliente. Las heladas noches de invierno se me hacían realmente duras, por no disponer de nada que me abrigara y resguardara del frío y de la lluvia. El poco dinero que poseía lo empleaba en llevarme algo de comida a la boca, o en comprar pinturas y otros materiales para poder trabajar.
Aquel día me levanté temprano. Me puse mi ropa de trabajo y me pinté todo el cuerpo. Cogí los objetos que formaban parte de mi vestuario; además de la peana donde me subía y del bote para echar las monedas. Hice mis estiramientos necesarios y me coloqué en la peana para empezar mi inmóvil jornada de trabajo. No había casi gente por la calle porque el cielo amenazaba con llover.
Entonces fue cuando les vi. Eran cuatro o cinco jóvenes con malas pintas que se acercaban hacia donde yo estaba. No me dieron buena impresión y me entró miedo. Venían riéndose y tramando algo malvado. Cuando estuvieron cerca, empezaron a rodearme. Yo decidí hacer como que no les veía y seguir inmóvil continuando con mi trabajo, pero ellos empezaron a reírse y a insultarme. Cuando menos me lo esperaba, uno de ellos le dio una fuerte patada al pedestal sobre el que estaba subido, lo que hizo que yo cayera al suelo golpeándome tremendamente las costillas. El resto de jóvenes le aplaudieron y empezaron a golpearme mientras otro grababa con un móvil la paliza que me estaban propinando. Me destrozaron el traje y me humillaron. No creo que quisieran robarme, porque yo sólo era un pobre mimo que solamente había ganado tres euros ese día.
En realidad, yo creo que no sabían lo que hacían. Uno de ellos me dio un fuerte golpe en la cabeza con un palo, que puso fin a mis días e hizo que quedara inmóvil… eternamente.
Jesús Sánchez Paulette Gómez Calcerrada

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