Era un día frío y desapacible, mi mujer y yo llevábamos hora y media
de viaje de vuelta a casa, tras haber pasado el fin de semana en su pueblo. Los
árboles sin hojas abundaban por ese paisaje de campo, todo parecía tranquilo,
cuando de repente, mi esposa, me agarró fuertemente del brazo, sin mediar
palabra alguna. Me soltó, pero a los pocos segundos volvió a agarrarme con más
fuerza aún, gimiendo de dolor. Faltaría decir que estaba embarazada de ocho
meses y medio, pero no salía de cuentas hasta diez días después. Acababa de romper
aguas, y no había hospitales cerca de allí. Intenté que se tranquilizara pero
me di cuenta de que ya era demasiado tarde para ir a ningún sitio. Detuve el
coche en mitad del campo, y decidí actuar, ya que no tenía ninguna otra opción.
Coloqué a mi mujer en el asiento trasero, y “la puse a parir”. Ella
no dejaba de chillar, y yo estaba muy nervioso, pero pasado un rato todo finalizo,
cogí a mi hijo en brazos y se lo entregué a su madre, llamé a una ambulancia y
cuando vino, se les llevaron a un hospital cercano. De camino al lugar, pensé
que el joven Miki no podía haber nacido en mejor momento.
Daniel Calvo
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