lunes, 14 de mayo de 2012

MORIR DE LIBROS, VII



Lo cortábamos con unas tijeras, recogiendo el gel sobrante
para futuros cultivos. Después proyectábamos la música bibliocida hacia la
crisálida, lo que evitaba su reproducción incontrolada. Seccionábamos las
hebras protectoras y anotábamos en el catálogo el título, autor, y edición de
la obra. El primero que la abriese tendría preferencia para leerla.
Una tarde, apareció un ejemplar de tapas rosadas. Se
titulaba Justine y Margot, obra anónima. En la portada aparecía una mujer
desnuda, tumbada sobre una especie de diván, observada por hombres vestidos con
trajes muy antiguos.
Creo que a ambos nos acució la misma necesidad de saber lo
que contenía. Recuerdo que yo había sido el primero en acunarlo entre mis
manos. Por lo tanto, me correspondía a mí el turno de lectura. Sin embargo,
ante la mirada suplicante de Laura le cedí la obra en un alarde de
caballerosidad. Ella aprovechó para hojear el tomo. En sus pupilas, un brilo
magnético floreció nada más leer las primeras líneas. Después lo cerró en mis
narices y se marchó con él, dejándome como a un niño al que acaban de robarle
el bocadillo.


-o-o-o-

Por la mañana, de nuevo me encerré en el baño para terminar
mi lectura. Llegué a sus últimas páginas con el sentimineto de haber ampliado
mi lista de amigos entre la prole de Dumas. Sus relatos suscitaron una riada de
visiones que en nada debían envidiar a una experiencia real. Cada personaje se
me antojaba de carne y hueso. El sarcasmo de su estilo no me distanciaba de los
protagonistas. Disfrutaba de sus escasos éxitos, padecía sus muchos
sufrimientos y no me sentía más lejos de ellos que de cualquier pariente
cercano. Había traspasado un punto de no retorno en el que las criaturas de los
libros extendían sus raíces dentro de mis propios recuerdos. Me preguntaba cuál
sería su suerte allá donde la imaginación del autor los hubiese enviado. No
lograba reprimir exclamaciones de desconcierto, enfado o inquietud conforme el
curso de la acción me conducía por diferentes estados de ánimo. Había
recuperado una inociencia que jamás creí haber siquiera poseído.

selección de Estefanía Ferrera

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