jueves, 1 de diciembre de 2011

POR PRINCIPIOS XXXIV




En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no
quiero acordarme, conocí a don Manuel.
Don Manuel era un hombre mayor, con poco pelo, bajito y chepudo, acostumbrado a
usar bastón. Era el típico abuelito bonachón.
Cuando llegué al pueblo fue la
primera persona que conocí. Él estaba sentado en la plaza del pueblo,
observando un grupo de palomas acercarse a una señora que estaba en el banco de
al lado, y yo acababa de bajar del autobús que me había traído hasta este
remoto lugar de interior.
Había llegado al pueblo becado
por el ayuntamiento para hacer prácticas en el centro de conservación de fauna
salvaje. Yo estaba en la plaza del pueblo y no tenía ni idea de cómo llegar
hasta el lugar donde me estaba esperando mi supervisor, por lo que decidí
preguntar por el lugar a este hombre que parecía tan amable.
Muy cordial, el señor accedió a
llevarme con su coche hasta el lugar, que quedaba algo retirado del pueblo.
Para llegar, había que tomar un
pequeño camino de tierra que salía de uno de los extremos del pueblo y que se
adentraba en la espesura del bosque. Tras recorrer un par de kilómetros bajo
las copas de los árboles, éstos comenzaban a desaparecer, y daban lugar a una
bonita pradera.
En medio de la extensa pradera,
se divisaba una cabaña antigua bastante grande.
El viejecito me dijo que ese era el centro de conservación de fauna salvaje.
Nos detuvimos justo en la puerta
de la cabaña; yo me baje, y el viejecito dio marcha atrás y aparcó el coche a
un lado del refugio. Mientras tanto, llamé a la puerta, pero parecía no haber
nadie dentro.
Para mi sorpresa, cuando Don
Manuel bajó del coche se dirigió directamente a la puerta y sacó de su bolsillo
un manojo de llaves, una de las cuales abrió la puerta.
Me pareció mucha casualidad, y se
lo hice saber a él, que me dijo que me estaba esperando.
También me dijo que era el
director del centro, y que iba a ser mi supervisor en el periodo de prácticas.
Estaba encantado de que este viejecito fuese a ser mi supervisor; me hacía
sentir tranquilo, me transmitía una gran sensación de confianza.
Acto seguido, sacó de una mesa de
despacho algo carcomida, una especie de formularios, y me pidió que los
rellenase.
Yo, muy convencido, me senté en
la mesa, cogí un bolígrafo, estampé tres o cuatro firmas rápidamente, y le
devolví los papeles. El los cogió con
muchas ganas, miró si estaban correctos, me dio una copia de los papeles y el
manojo de llaves, y tirando su bastón al suelo, se fue sin mediar palabra.
Muy sorprendido y a la vez
asustado tuve la idea de releer lo que había firmado, y para mi sorpresa vi que
había aceptado relevar al viejecito de su puesto de forma irreversible. Además
al final del contrato aparecían unas frases escritas a mano.
Don Manuel me pedía disculpas por lo que acababa de hacer y me decía, que
abandonaba el cargo porque en los sesenta años que llevaba aquí, aún no había
visto un solo animal que no fuera un gato, un perro, una vaca o una gallina, y
que por lo tanto no tenía ningún animal salvaje al cual poder conservar.
También me deseaba suerte.

JORGE RODRÍGUEZ

No hay comentarios:

Publicar un comentario