No pedí patatas.
Un niño pelirrojo se me quedó mirando. Sus ojos verdes se fijaron en
mi gigante hamburguesa, sus abundantes pecas miraban mis ojos marrones. Rizos
naranjas caían por su frente mientras lágrimas verdes inundaban sus pecas. Le
decía a su madre qué quería, lloraba y berreaba. Su madre, una mujer con un
claro tinte negro sobre el pelo, primero le regañó y se negó, pero luego cedió
a comprarle una hamburguesa al ver que el niño no se daba por vencido.
Satisfecho y, como contestación a mis risas blancas, me sonreía y dejaba ver
una larga lengua rosa. Se metió la hamburguesa por la misma boca que antes
sacaba la lengua y una salsa resultante de la mezcla de ketchup y el queso
fundido le arrebataron el azul eléctrico a su polo de manga corta. La lechuga
verde se la comió por los ojos y el tomate rojo lo absorbió su pelo. Su madre,
cansada y con manchas verdes en su vestido morado, le quitó el pan blando a la
hamburguesa, dejando un solo filete ya frío después de haber jugado con sus
pecas. El niño ya no sonreía y parecía que iba a volver aponerse a llorar. Su
madre lo sabía, pero aun así le insistía para que se comiese el filete seco,
que dejó de estar seco y marrón cuando las lágrimas lo mojaron.
Alejandro Rodríguez.
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