jueves, 24 de noviembre de 2011

POR PRINCIPIOS XXII




Tengo que intentar escribir
cuatro palabras para no volverme loco y caer en la depresión. Entre estas
cuatro paredes la vida parece que se vuelve más larga y duran más esos momentos
de angustia. Llaman a la puerta, debe ser los agentes de publicidad con sus
numerosos e inservibles objetos que se anuncian en la televisión y que nadie
quiere. ¿Por qué narices vienen a molestarme en este momento si yo lo único que
quiero es recibir la llamada sobre el estado de mi mujer y mi hijo? Les abro y
les atiendo, tan amablemente como puedo
en este momento de desesperación al saber que la vida de mi mujer y mi hijo
está tambaleándose por culpa de ese camionero irresponsable, me ofrecen unas
plantillas de látex y les doy las gracias por su atención y les invito a
marcharse pero ellos no se rinden en su intento de conseguir unos malditos
euros por los que venderían hasta a su madre. Me vuelvo a negar a comprar
ninguno de sus productos y ya cabreado les mando a paseo y cierro la puerta
estrepitosamente y maldigo sus estampas. Todavía no llaman, ¿cómo estarán?
¿Habrán fallecido ya? ¿Se habrán despertado ya de su estado de coma? Cansado de
esperar decido ir al hospital donde están alojados y no deprimirme más por esta
situación de mierda.
Una vez montado ya en el coche lo
arranco y piso rápidamente el acelerador junto con el embrague. Voy por la M-50 y se forma un atasco de
2Km de longitud. Me voy poniendo cada vez más nervioso y no recibo ninguna
llamada del hospital sobre el estado de salud de mi familia y así poder salir
de esta profunda depresión y por la posible muerte de mi hijo recién nacido.
Empiezo a pitar como un loco, la cola no avanza y mis nervios siguen creciendo
y cada vez doy más fuerte al claxon y veo que a lo lejos empieza a avanzar la
cola de coches y mis esperanzas empiezan a crecer. Me hacen parar unos policías
en unos de los controles rutinarios de seguridad en autopistas. Al ver mi
estado de nerviosismo me preguntan cuál es el motivo de que esté así y le
cuento mi historia a la que me responden que me ayudarán a llegar antes de que
algo malo les pasase a mi familia. Como una exhalación salimos por mitad de la
autopista y viendo recompensado mi esfuerzo agradezco a Dios la suerte que
acabo de tener.
Al llegar al hospital le pregunto
corriendo a la recepcionista por la habitación en la que se encuentran mi hijo
y mi mujer, rápidamente ella me contesta la ubicación de ambos por lo que salgo
corriendo a gran velocidad por los pasillos llevándome por delante varias
camillas y varias sillas de ruedas, pido perdón a os enfermeros que se apartan
rápidamente para no ser arrollados por
mi forzada carrera. Consigo llegar al objetivo de mi viaje, la habitación de mi
mujer. Abro la puerta y me fijo enseguida en el estado en el que se
encontraba mi mujer y no puedo soportar verla en ese estado y me
derrumbo al instante. Me intento calmar pensar objetivamente pero los únicos
pensamientos que se me vienen a la cabeza son los buenos momentos que he pasado
junto a ella como el día en que la miré
a los ojos de color almendrado, su boca perfecta en la que se asomaba una
tímida sonrisa desarmaría hasta al mejor soldado, las facciones de su tez que
me volvían loco y en sus bonitos que sabía que algún día seria digno de poder
besarlos. Ahora estaba destrozada pero algo curioso paso en ese instante que
no olvidaré jamás, fue algo tan extraño
que yo no sabía cómo reaccionar pero en la que finalmente acerté. Lo que
ocurrió hizo sentirme el hombre más afortunado del mundo, lo ocurrido no fue
nada material como buscan todas las personas de este mundo superficial y
materialista que solo busca el poder, el dinero y la belleza física sino que
detrás de mí se encontraba un médico. El médico me pidió que lo siguiera a una
habitación y yo obedecí. Al llegar a la habitación me di cuenta de que el niño
que estaba despierto era mi hijo que al verme dijo una sola palabra, su primera
palabra,:¡Papá! Mi mujer que estaba detrás de mí me abrazó, y yo sorprendido la tumbé junto con
nuestro hijo y suavemente la susurré al oído que era lo que más quería y que
sin ella jamás podría vivir, y nos fundimos en un intenso beso que sentí como el mejor que había recibido en toda mi
vida.

ALBERTO MONTES

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